TALLER DE TÉCNICAS DE INVESTIGACIÓN DEL MERCADO Y LAS AUDIENCIAS
2° Cuatrimestre 2011

lunes, 17 de octubre de 2011

Capítulo VIII: “Yo personaje y el pánico a la soledad”


Palabras claves: Auto-estilización imagética. Construcción subjetiva alter-dirigida. Personalidad =/= carácter. Mercado de personalidad. Conceder el aura perdida. Herramientas ficcionalizantes. Venganza contra la alienación. Show del yo.

Resumen:

En los confesionarios de internet la principal obra es un personaje llamado yo.
Se crea y recrea la propia personalidad. Autores = celebridades. Personajes calcados de los moldes mediáticos.
Existen herramientas para la creación de sí. = Auto-estilización.
El tópico actual: “Ahora cualquiera puede hacerlo”.  Su principal obra = su propia personalidad. Entendida como una “peculiar forma de ser impregnada de vestigios románticos”.
La personalidad es algo que se ve. Una subjetividad visible.
Construcción subjetiva alter-dirigida, orientada hacia los demás. =/= carácter intro-dirigido = orientado hacia sí mismo.
Mutación en las subjetividades modernas: desplazamiento del eje alrededor del cual se edifica lo que se es.  Carácter =/= personalidad. Esta transición del primero al segundo se da con el capitalismo.
Es una autopromoción y autoventa en un mercado de personalidades. El yo se cotiza. Es una subjetividad que desea ser amada.
“Bajo el imperio de las subjetividades alter-dirigidas , lo que se es debe verse y cada uno es lo que muestra de sí mismo.” Ese es el categórico hegemónico.
Espacios confesionales para crear bellas personalidades alter-dirigidas. Los sujetos necesitan la aprobación del otro. Los sujetos como autores. No son los objetos, como obras, los que necesitan la aprobación. Autores estilizados como personajes.
Relación social entre personas mediadas por imágenes. (Debord).
La presencia en la esfera de lo visible les otorga realidad. No es necesario que se los lea, basta con que se constate su existencia. Hacia allí apunta la función de los comentarios: confirmar la subjetividad del autor, que por ser alter-dirigida sólo se puede construir como tal frente al “espejo” del otro. Frente a la mirada ajena. El autor necesita ser reconocido como portador de una singularidad.
La obra es secundaria. Esta es una =/= con el artista del modernismo. En donde lo que importaba era lo que se hacia y no lo que se era.
Mostrarse en tiempo real, prescinde del trabajo silencioso y solitario de los tiempos áureos de las subjetividades intro-dirigidas.
Novela del modernismo: la narración hace bello y extraordinario lo narrado. Lo que importa es el “cómo”. Tiene una visión totalizadora y la búsqueda de un sentido a la vida. (Benjamin).
En la actualidad, parece que sólo existe lo que se ve en una pantalla (Tv, Pc). El mundo real es más real, si aparece en la pantalla. Ya no es necesario que la vida sea extraordinaria, ni que se narre bien. El lente de la cámara y el brillo de los reflectores, le dan consistencia a lo real. La parafernalia técnica de la visibilidad es capaz de concederle un aura a todo famoso. Lo importante es conquistar la visibilidad.
La celebridad se auto-legitima porque ella misma es el espectáculo. Los famosos son ovacionados por ser comunes.
Los autores se caracterizan por ficcionalizar su intimidad y exhibirla. Hay una sobre-exposición de la supuesta vida privada.
Hay un aumento de herramientas ficcionalizantes para autoconstruirse. Para ello, existe un catálogo de identidades en los medios. Se puede reciclar la personalidad alter-dirigida. Esta construcción de la propia imagen le da valor al mero hecho de exhibirse (reality show). Convertir nuestras vidas en películas.
El nacimiento de ello está en la cultura popular de EEUU, la cultura del entretenimiento, en la “basura cultural” (Adorno y Horkheimer). Principalmente en el cine que brindó los modelos para apropiarse. El sentido que proyectaba era: la importancia de las apariencias para lograr el efecto deseado. Se elabora una imagen de sí mismo para que sea vista y que logre su efecto. Se ejerce una presión sobre los cuerpos y las subjetividades.
No se interpreta un personaje, se expone en al pantalla la propia personalidad.
La idea de la difusión masiva de la propia imagen conforma “la sociedad del espectáculo”. Satisfacción de saberse mirados por todos aunque uno sea cualquiera.
Esta necesidad sería una venganza del ser humano contra la alienación técnica de la ciudad industrial. (Benjamin).
En la época del cine de oro la celebridad tenía una personaje público, un yo público y un yo privado. Hoy se extingue esa división. Es peor no ser famoso que ser famoso sin motivo.
Se construyen personajes de sí mismos. Lo que importa es mostrarse, que parezca un yo real. La obra es un accesorio, es un ornamento de la imagen propia.
Hasta la humillación se puede convertir en mercancía (Debord).
Existe un montaje del show del yo. Sueños de autoestilización imagética. A través del registro de todas las escenas.
Esto permite elegir el personaje que se quiere ser y mostrarlo. Incluso, cambiarlo cuando no conviene mantenerlo. Mercado de la apariencia.
Esto genera la idea de que: cambiando la apariencia se puede ser otra persona. (Programas en tv de cirugías o realitys que cambian los cuerpos).
La idea consiste en ajustar los cuerpos desajustados dentro de los parámetros de belleza hegemónicos que los propios medios masivos brindan.
El propio cuerpo es un objeto de diseño, es un campo de autocreación.
La obligación a ser distinto da origen al show del yo. La personalidad pasa a ser una marca.
La mayor existencia de recursos de espectacularización se genera: desorientar los controles de lo íntimo y mayor descrédito a la acción política.
La noción de intimidad deja de ser terreno del secreto y el pudor y pasa a ser el escenario para el show de la personalidad. De esta manera, se da forma al fetichismo de la personalidad (Marx).
Las subjetividades se convierten en clones empaquetados. Perfiles estandarizados y descartables. Los cuerpos y los modos de ser como mercancía. La personalidad como un fetiche: deseados y codiciados, comprados como novedades y desechados por obsoletos.
“Lo que se busca es algo que evoque la vieja aura perdida”.
“La autenticidad personal también habría expirado tras el desvanecimiento de la interioridad psicológica que hacía único a cada sujeto moderno”.
El aura personal se apagó con la cantidad de copias (Benjamin). La ansiedad actual estaría dada por transformarse en un personaje lo más aurático posible para atraer las miradas en el mercado de las personalidades.
En los confesionarios de Internet lo que se ve es que cualquiera puede ser un personaje atractivo mostrando su intimidad cotidiana.
La diferencia entre personas y personajes es la soledad. Los personajes no pueden estar solo, necesitan la mirada del otro (autor, lector, narrador).
La idea actual sería que si nadie nos ve, no fuimos o no existimos. Es la soledad la que nos separa de los personajes.
Las subjetividades se diseñan siguiendo los modelos de los medios.
La mirada es deseada como un afán de evasión de la propia intimidad y como una búsqueda de ahuyentar el fantasma de la soledad.
La sociedad actual es una sociedad narcisista, necesita ver su bella imagen reflejada en la mirada ajena. Esta forma de relacionarse con el otro desgarra los nudos sociales.
Habría que ver al otro como otro, no como un espejo para mirarse a sí mismo. Pues la tiranía del yo mata ensueño colectivo.


viernes, 14 de octubre de 2011

Para qué sirve el lenguaje? Ivonne Bordelois / Paula Sibilia ¿Palabras o imágenes? Un imperdible diálogo con dos personalidades fascinantes.

"Diálogos IntraMed"
No es infrecuente que los médicos nos encontremos cara a cara con los límites de lo que sabemos. Con la brutal imposición de todo lo que ignoramos. Afortunadamente la historia de esta profesión está plagada de ejemplos de personas que logran salirse del encierro disciplinar y dejar que su curiosidad y sus apetitos exploren otros territorios. De eso se trata. En IntraMed nos hemos propuesto salir a buscar otras perspectivas que amplíen nuestros horizontes. Poner cara a cara ante nuestros lectores a personas destacadas que nos ayuden a pensar acerca de los complejos momentos en que nos ha tocado vivir y ejercer la medicina. No lo dude, ponga en suspenso todas sus certidumbres y déjese llevar por unos momentos por dos mujeres extraordinarias que nos ofrecen su inteligencia en un diálogo imperdible.

http://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoID=58684&uid=&fuente=

miércoles, 12 de octubre de 2011

Blog de Jose Maria Muscari

Lo mencionamos hoy en clase
Aquí el link
http://mundomuscari.blogspot.com/

Julio Cortázar (1914-1984) Sobremesa (Final del juego, 1956)

     El tiempo, un niño que juega
y mueve los peones.
         Heráclito, fragmento 59.



         Carta del doctor Federico Moraes.
                              Buenos Aires, martes 15 de julio de 1958.
          Señor Alberto Rojas,
          Lobos, F.C.N.G.R.
         Mi querido amigo:
         Como siempre a esta altura del año, me invade un gran deseo de volver a ver a los viejos amigos, tan alejados ya por esas mil razones que la vida nos va obligando a acatar poco a poco. Usted también, creo, es sensible a la amable melancolía de una sobremesa en la que nos hacemos la ilusión de haber sido menos usados por el tiempo, como si los recuerdos comunes nos devolvieran por un rato el verdor perdido.
         Naturalmente, cuento con usted en primerísimo tér­mino y le envío estas líneas con suficiente antelación como para decidirlo a abandonar por unas horas su finca de Lobos donde el rosedal y la biblioteca tienen para usted más atractivos que todo Buenos Aires. Aní­mese, y acepte el doble sacrificio de subir al tren y soportar los ruidos de la capital. Cenaremos en casa, como en años anteriores, y estaremos los amigos de siempre, con excepción de... Pero antes prefiero dejar bien establecida la fecha para que usted se vaya ha­ciendo a la idea; ya ve que lo conozco y que preparo estratégicamente el terreno. Digamos, entonces, el...


Carta del doctor Alberto Rojas.
Lobos, 14 de julio de 1958.
         Señor Federico Moraes.
         Buenos Aires.
         Querido amigo:
         Quizá le sorprenda recibir estas líneas tan pocas horas después de nuestra grata reunión en su casa, pero un incidente ocurrido durante la velada me ha afectado de tal manera que me veo precisado a confiarle mi preocupación. Ya sabe que detesto el teléfono y que tampoco me apasiona escribir, pero tan pronto pude pensar a solas en lo sucedido me pareció que lo más lógico y hasta elemental era enviarle esta carta. Para serle franco, si Lobos no estuviera tan alejado de la capital (un hombre viejo y enfermo mide de otra ma­nera los kilómetros) creo que hubiera vuelto hoy mismo a Buenos Aires para conversar con usted de este asunto. En fin, basta de exordios y vamos a los hechos. Pero antes, querido Federico, gracias otra vez por la magnifica cena que nos ofreció como solamente usted sabe hacerlo. Tanto Luis Funes como Barrios y Robirosa coincidieron conmigo en que es usted una de las delicias del género humano (Barrios dixit) y un anfitrión insuperable. No le extrañará, pues, que a pesar de lo acontecido guarde todavía la satisfacción un poco nostálgica de esa velada que me permitió al­ternar una vez más con los viejos amigos y pasar re­vista a tantos recuerdos que la soledad va limando inapelablemente.
         Lo que voy a decirle, ¿es realmente una novedad para usted? Mientras le escribo no puedo dejar de pensar que quizá su condición de dueño de casa lo movió anoche a disimular la incomodidad que debía haberle producido el desagradable incidente entre Robirosa y Luis Funes. Por lo que toca a Barrios, distraído como siempre, no se dio cuenta de nada; saboreaba con harta fruición su café, atento a las anécdotas y a las bromas, y siempre pronto a aportar esa gracia criolla que todos le festejamos tanto. En resumen, Federico, siesta carta no le dice nada de nuevo, mil perdones; de cualquier manera creo que hago bien en escribírsela.
         Ya al llegar a su casa me di cuenta de que Robirosa, siempre tan cordial con todo el mundo, se mostraba evasivo cada vez que Funes le dirigía la palabra. Al mismo tiempo noté que Funes era sensible a esa frial­dad y que en varias ocasiones insistía en hablar con Robirosa como sí quisiera asegurarse de que su actitud no era el mero producto de una distracción momentá­nea. Cuando se cuenta con comensales tan brillantes como Barrios, Funes y usted, el relativo silencio de los demás pasa inadvertido y no creo que fuese fácil reparar en que Robirosa sólo aceptaba el diálogo con usted, con Barrios y conmigo, en las raras ocasiones en que preferí hablar a escuchar.
         Ya en la biblioteca, nos disponíamos a sentarnos junto al fuego (mientras usted daba algunas instrucciones a su fiel Ordóñez) cuando Robirosa se apartó del grupo, fue hacia una de las ventanas y se puso a tamborilear en los cristales. Yo había cambiado unas frases con Barrios —que se empeña en defender las abominables experiencias nucleares— y me disponía a ubicarme confortablemente cerca de la chimenea; en ese momento giré la cabeza sin ninguna razón especial, y vi que Funes se apartaba a su vez e iba hacia la ventana donde aún permanecía Robirosa. Ya Barrios había agotado sus argumentos y miraba distraídamente un número de Esquire, ajeno a lo que sucedía más allá. Una rareza acústica de su biblioteca me permitid percibir con una sorprendente claridad las palabras que se decían en voz baja junto a la ventana. Como me parece se­guir oyéndolas, las repetiré textualmente. Hubo una pregunta de Funes: “¿Se puede saber qué te pasa, che?”, y la respuesta inmediata de Robirosa: “Andá a saber qué nombre caritativo te dan en esa embajada. Para mí no hay más que una manera de llamarte, y no lo quiero hacer en casa ajena.”
         Lo insólito del diálogo, y sobre todo su tono, me con­fundieron al punto de que me pareció estar cometiendo una indiscreción y desvié la mirada. En ese mismo mo­mento usted terminaba de hablar con Ordóñez y lo despedía; Barrios se refocilaba con un dibujo de Varga. Sin volver a mirar hacia la ventana, oí la voz de Funes: “Por lo que más quieras te pido que...”, y la de Robirosa, cortándola como un látigo: “Esto ya no se arregla con palabras, che.” Usted golpeó amablemente las manos, invitándonos a sentarnos cerca del fuego, y le quitó la revista a Barrios que se empeñaba en admirar una página particularmente atractiva. Entre las bromas y las risas, alcancé todavía a oír que Funes decía: “Por favor, que Matilde no se entere.” Vi vagamente que Robirosa se encogía de hombros y le daba la espalda. Usted se había acercado a ellos, y no me sorprendería que hubiese escuchado el final del diálogo. Entonces Ordóñez apareció con los cigarros y el coñac, Funes vino a sentarse a mi lado, y la conversación nos envolvió una vez más y hasta muy tarde.
         Mentiría, querido Federico, si no agregara que el in­cidente bastó para malograrme el fin de una velada tan grata. En estos tiempos de amenazas bélicas, fronteras cerradas y codiciables pozos de petróleo, una acusación semejante adquiere un peso que no hubiera tenido en épocas más felices; el hecho de que naciera de un hom­bre tan estratégicamente situado en las altas esferas como Robirosa, le da un peso que sería pueril negar, aparte del matiz de admisión que, lo reconocerá usted, se desprende del silencio y la súplica del acusado.
         En rigor, lo que pueda haber ocurrido entre nuestros amigos sólo nos concierne indirectamente. En ese sen­tido estas líneas suplantan un comentario verbal que las circunstancias no me permitieron en el momento. Estimo demasiado a Luis Funes como para no desear haberme equivocado, y pienso que mi aislamiento y la misantropía que todos ustedes me reprochan cariñosa­mente pueden haber contribuido a la fabricación de un fantasma, de una mala interpretación que dos líneas suyas disiparán tal vez. Ojalá sea así, ojalá se eche usted a reír y me demuestre, en una carta que desde ya espero, que los años me dan en canas lo que me quitan en inteligencia.
         Un gran abrazo de su amigo
Alberto Rojas.
                              Buenos Aires, miércoles 16 de julio de 1958.
         Señor Alberto Rojas.
         Querido Rojas:
         Si se propuso asombrarme, alégrese: triunfo completo. Aunque me resisto a creerlo, por viejo y por escéptico, tengo que admitir sus poderes telepáticos a menos de atribuir su éxito a una casualidad aun más asombrosa. En fin, soy buen jugador y me parece justo recompensarlo con la plena admisión de mi sorpresa y mi desconcierto. Pues sí, amigo mío; su carta me llegó en el momento exacto en que yo le garabateaba unas líneas, como hago todos los años, para invitarlo a cenar en casa dentro de un par de semanas. Empezaba un párrafo cuando se presentó Ordóñez con' un sobre en la mano; reconocí de inmediato el papel gris que usa usted desde que nos conocemos, y la coincidencia me hizo soltar la estilográfica como si fuera un ciem­piés. ¡Compañero, a eso le llamo yo hacer blanco a ojos cerrados!
         Pero coincidencia aparte le confieso que su broma me ha dejado perplejo. Por lo pronto me maravilla que haya acertado con todos los detalles. Primero, sos­pechó que no tardaría en enviarle una invitación para cenar en casa; segundo (y esto ya me deja estupefacto) dio por sentado que este año no invitaría a Carlos Frers. ¿Cómo se las arregló para adivinar mis intenciones? Se me ocurre pensar que alguien del club pudo haberle dicho que Frers y yo andábamos distanciados después de la cuestión del Pacto Agrícola, pero por otra parte, usted vive aislado y sin alternar con nadie... En fin, me inclino ante su genio analítico, si de análisis se trata. Yo tengo más bien una impresión de brujería, admirablemente ilustrada por el recibo de su carta en el preciso momento en que me disponía a escribirle.
         De todas maneras, querido Alberto, su habilísima invención tiene un reverso que me preocupa. ¿Qué objeto persigue con esa acusación indirecta contra Luis Funes? Que yo sepa, ustedes han sido siempre muy buenos amigos, aunque la vida nos vaya llevando a todos por caminos diferentes. Si realmente tiene algo que reprocharle a Funes, ¿por qué me escribe a mí y no a él? En último término, ¿por qué no hacer par­tícipe de su acusación a Robirosa, dadas las funciones especiales que sus amigos más íntimos sabemos que desempeña en la Cancillería? En vez de eso ensaya usted una complicada carambola a tres bandas, cuyo sentido prefiero no indagar por el momento. Con toda sinceridad le confieso mi desazón frente a una manio­bra que me resisto a creer una mera broma puesto que toca al honor de uno de nuestros' amigos más queridos. A usted lo he tenido siempre por hombre íntegro y leal, a quien sus mismas cualidades lo han llevado en tiempos de corrupción y venalidad a refu­giarse en una finca solitaria, entre libros y flores más puros que nosotros. Y así, aunque me admire e incluso divierta el juego de casualidades o de aciertos de su carta, cada vez que la releo me invade un desasosiego en el que la definición misma de nuestra amistad pa­rece amenazada. Perdóneme la franqueza o si no me perdona, acláreme el malentendido y liquidemos la cuestión.
         Huelga decir que todo esto no altera en nada mi in­tención de que nos reunamos en mi casa el 30 del corriente, tal como se lo anunciaba en una carta que interrumpió la llegada de la suya. Ya he escrito a Barrios y a Funes, que andan por las provincias, y Robirosa me ha telefoneado aceptando la invitación. Como las obras maestras no deben quedar ignoradas, no le extrañará que le haya hablado a Robirosa de su extraordinaria broma epistolar. Pocas veces lo he oído reírse con tantas ganas... A mí su carta me divierte menos que a nuestro amigo, y hasta creo que unas líneas suyas me quitarían eso que se da en llamar un peso de encima.
         Hasta esas líneas, pues, o hasta que nos veamos en casa.
         Muy sinceramente.
Federico Moraes.

Lobos, 18 de julio de 1958.
         Señor Federico Moraes.
         Usted habla de asombro, de casualidades, de triunfos epistolares. Muchas gracias, pero los cumplidos que sólo encubren una mixtificación no son los que prefiero.
         Querido amigo:
         Si encuentra un tanto fuerte el término, aplíquese en carne propia el sentido crítico que tanto lo ha ilustrado en el foro y la política, y reconocerá que la calificación no es exagerada. O bien, cosa que preferiría, dé por terminada la broma si de broma se trata. Puedo comprender que usted —y quizá el resto de los que asistieron a la cena en su casa— traten de echar tierra sobre algo que alcancé a saber por un azar que deploro pro­fundamente. También puedo comprender que su vieja amistad con Luis Funes lo mueva a fingir que mi carta es una pura broma, a la espera de que yo pesque el hilo y me llame a silencio. Lo que no entiendo es la necesidad de tantas complicaciones entre gentes como usted y yo. Bastaba con pedirme que olvidara lo que escuché en su biblioteca; ya deberían ustedes saber que mi capacidad de olvido es muy grande apenas adquiero la certidumbre de que puede serle útil a alguien.
         En fin, pongamos que la misantropía agregue su acíbar a estos párrafos; detrás, querido Federico, está su amigo de siempre. Un tanto desconcertado, eso sí, por­que no alcanzo a entender la razón de que quiera re­unirnos nuevamente. Además, ¿por qué llevar las cosas a un extremo casi ridículo y referirse a una supuesta invitación, interrumpida al parecer por la llegada de mi carta? Si no tuviese el hábito de tirar casi todos los papeles que recibo, me complacería en devolverle adjunta su, esquela del...
         Interrumpí esta carta para cenar. Por el boletín de la radio acabo de enterarme del suicidio de Luis Funes. Ahora comprenderá usted, sin necesidad de más palabras, por qué quisiera no haber sido testigo involun­tario de algo que explica bien claramente una muerte que asombrará a otras personas. No creo que entre estas últimas figure nuestro amigo Robirosa, a pesar de la risa que según usted le produjo el contenido de mi carta. Ya ve que a Robirosa no le faltaban razones para sentirse satisfecho de su labor, y presumo que hasta debió complacerle que hubiera un testigo presen­cial del penúltimo acto de la tragedia. Todos tenemos nuestra vanidad, y quizá a Robirosa le duele a veces que sus altos servicios a la nación se cumplan en el más indiferente de los secretos, por lo demás sabe muy bien que en esta ocasión puede contar con nuestro silencio. ¿Acaso el suicidio de Funes no le da cumpli­damente la razón?
         Pero ni usted ni yo tenemos motivos para compartir hasta ese punto su alegría. Ignoro las culpas de Funes; en cambio recuerdo al buen amigo, al camarada de otros tiempos mejores y más felices. Usted sabrá de­cirle a la pobre Matilde todo lo que yo, desde mi encierro, que quizá no hubiera debido violar, siento fren­te a su desgracia.
         Suyo,
Rojas.
                              Buenos Aires, lunes 21 de julio de 1988.
         Señor Alberto Rojas.
         De mi consideración:
         Recibí su carta del 18 del corriente. Cumplo en avisarle que, en señal de duelo por la muerte de mi amigo Luis Funes, he decidido cancelar la reunión que había proyectado para el 30 del corriente.
         Lo saluda atentamente.
Federico Moraes.

LA INTIMIDAD COMO ESPECTÁCULO

Paula Sibilia


Editorial: Fondo de Cultura Económico
Precio: $ 68,00

En La intimidad como espectáculo Paula Sibilia analiza las claves con las que se presenta la exhibición de la intimidad en la escena contemporánea y los diversos modos que asume el yo de quienes deciden abandonar el anonimato para lanzarse al dominio del espacio público a través de blogs, fotologs, webcams y sitios como YouTube y FaceBook. La reflexión gira también alrededor de otras manifestaciones que han tenido lugar en la última década, como parte del mismo fenómeno cultural que conduce al impulso irrefrenable de "hacerse visible": los reality-shows y los talk-shows de la televisión, el auge de las biografías en el mercado editorial y en el cine, el surgimiento de nuevos géneros como los documentales en primera persona y las variaciones que ha tenido el autorretrato en los diversos campos artísticos.
A partir de la hipótesis de que todos estos fenómenos representan un momento cultural de transición que anuncia una verdadera mutación en las subjetividades, Paula Sibilia analiza el veloz distanciamiento que se ha producido en los últimos años respecto de las formas típicamente modernas de ser y estar en el mundo, y de aquellos instrumentos que solían usarse para la construcción de sí mismo, hoy casi totalmente eclipsados.
La intimidad como espectáculo pone en relación, de modo dinámico e inteligente, las formas actuales de construir la subjetividad con otras modalidades de relatos de sí, que van desde el diario íntimo hasta el psicoanálisis, pasando por todas las formas de introspección. Esos viejos métodos de autoconocimiento fundaron sus creaciones subjetivas en una interioridad que era tan rica como densa, en una vida interior misteriosa y oculta pero, al mismo tiempo, sumamente fértil y estable, que se cultivaba en el silencio y en la más absoluta soledad del ámbito privado.
Colección: Sociología
Primera edición: 2008

Entrevista por Alejando Piscitelli y Veronica Castro

Paula Sibilia: El hombre postorgánico, el sueño de trascender nuestra condición biológica “demasiado humana” con la ayuda de las tecnologías digitales

"Uno de los grandes sueños de la tecnociencia es la promesa de que los científicos puedan efectuar modificaciones en los códigos genéticos que animan a los organismos vivos (vegetales, animales y humanos), de una forma semejante a la manera en que los programadores de computadoras editan software."
Por Alejandro Piscitelli y Verónica Castro
Paula Sibilia nació en Argentina y estudió Antropología y Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Desde 1994 reside en Brasil, donde actualmente cursa los doctorados en “Comunicación y Cultura” en la Universidade Federal do Rio de Janeiro y en “Salud y Ciencias Humanas” en la Universidade do Estado do Rio de Janeiro. En 2002 publicó el libro O Homem Pós-Orgânico: corpo, subjetividade e tecnologias digitais, con versión en español editada en 2005 por el Fondo de Cultura Económica, bajo el título El hombre postorgánico: cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales, del que habla en profundidad en esta entrevista.


—En su libro El hombre postorgánico usted habla de una nueva subjetividad contemporánea, de una naturaleza digitalizada y digitalizante. ¿Cómo explicaría brevemente este hombre postorgánico y los cambios más significativos que han introducido las nuevas tecnologías?
—Mi libro es un ensayo sobre las turbulencias que están atravesando, en las últimas décadas y sobre todo en los años más recientes, ciertas nociones básicas de la tradición occidental, tales como nuestras ideas de vida, naturaleza y ser humano. Esas transformaciones están afectando no sólo la forma en que pensamos tales conceptos, sino también las maneras en que los vivimos; es decir, las formas en quesomos seres vivos y humanos. En ese sentido, detecto una transformación importante –actualmente en curso– en las formas en que nos constituimos como sujetos: nuestros modos de ser y estar en el mundo se están distanciando, cada vez más, de las modalidades típicamente modernas de ser y estar en el mundo.
Esa verdadera “mutación” no ocurre en el vacío, sino en un contexto sociocultural, político y económico muy específico: las sociedades occidentales de los últimos años, aglutinadas por el protagonismo de un mercado en veloz proceso de globalización. En ese cuadro, la tecnología desempeña un papel fundamental, y no es un detalle menor el tránsito de las maquinarias analógicas y mecánicas hacia los dispositivos digitales e informáticos que ahora conforman nuestro paisaje cotidiano.
Desde el siglo XVII y hasta (por lo menos) mediados del siglo XX, los engranajes, pistones y poleas que proliferaban en las fábricas se convirtieron, también, en analogías útiles para explicar el mundo como un mecanismo de relojería y el cuerpo humano como una máquina de huesos, músculos y órganos. En los últimos años, sin embargo, todo un conjunto de nuevas imágenes y metáforas está emergiendo del universo digital e informático, y comienza a impregnar nuestros cuerpos y subjetividades. Así, aquella naturaleza desencantada y mecanizada del mundo industrial hoy se encuentra en pleno proceso de reconfiguración.
Con la teoría molecular del código genético, por ejemplo, la vida se ha convertido en información y la naturaleza se ha vuelto programable, ingresando –ella también– en el proceso de digitalización universal que marca nuestra era. Uno de los grandes sueños de la tecnociencia más actual es la promesa de que los científicos puedan efectuar modificaciones en los códigos genéticos que animan a los organismos vivos (vegetales, animales y humanos), de una forma semejante a la manera en que los programadores de computadoras editan software.
Esa ambición de reprogramar el genoma de la especie o el código genético de cada individuo en particular (como si fueran programas de computación), con el fin de corregir sus “fallas” o “errores”, es un componente fundamental del sueño de trascender nuestra condición biológica “demasiado humana” con la ayuda de las herramientas tecnocientíficas. Todo esto ocurre bajo un horizonte digitalizanteque engloba estos saberes tan privilegiados hoy en día (tanto las nuevas ciencias de la vida como la teleinformática), que pretenden recurrir a la “evolución postbiológica” o “postevolución” para crear un tipo de hombre “postorgánico”.


—En algunas de sus investigaciones más recientes –que usted quiere transformar en otros dos libros a lo largo de 2006– habla de una serie de curiosas relaciones entre los nuevos softwares y nuestra imagen corporal, y de la exposición pública de la vida privada y la intimidad de los usuarios de internet a través de dispositivos como las webcams, los blogs y los fotologs. ¿Cuáles cree que son las ventajas y los riesgos de este fenómeno?
—Sí, en la primera examino las nuevas modulaciones de la imagen corporal a partir de la intervención de programas de edición digital en las fotografías de “cuerpos bellos” expuestas en los medios de comunicación. Estas herramientas informáticas –entre las cuales se destaca el popular PhotoShop– son como “bisturís de software”, que realizan una tarea de purificación de toda y cualquier impureza o “viscosidad orgánica” presente en dichas imágenes, y las transforman en modelos de una belleza aséptica, descarnada y digitalizante. Ese trabajo lo estoy desarrollando como una tesis del doctorado en Salud Colectiva, en la UERJ (Universidade do Estado do Rio de Janeiro).
El segundo tema mencionado lo estoy estudiando en el doctorado en Comunicación y Cultura de la UFRJ (Universidade Federal do Rio de Janeiro), y apunta a investigar esas nuevas formas de exposición pública de la intimidad vía internet como un síntoma de importantes transformaciones en la subjetividad contemporánea, relacionadas con una cierta crisis de la “vida interior” y una tendencia a la “espectacularización del yo” con recursos performáticos.
En cuanto a las ventajas y riesgos de todos estos procesos, hay muchos y son bastante complejos. Yo creo que estamos viviendo un momento de crisis y transición, sumamente rico, que nos permite cuestionarnos y reinventarnos como nunca antes. Para eso, sin embargo, es fundamental que podamos abarcar con el pensamiento toda la complejidad de lo que está sucediendo... y quizás nunca haya sido tan difícil lograr semejante proeza.


—Su libro nació como tesis de maestría, y fue traducido al castellano. ¿Cómo fue su recepción en el Brasil, donde hay una interesante tradición de respeto por las hibridaciones tecnoculturales (la obra de Eduardo Kac, la tradición de Vilem Flusser) siendo que su obra es muy crítica de estas nuevas constelaciones?
—La recepción en Brasil fue similar a la que está ocurriendo en la Argentina. Creo que los temas tratados en el libro despiertan curiosidad y un creciente interés en un público bastante diverso, ya que estas cuestiones son muy nuevas, muy recientes y difíciles de aprehender (porque están ocurriendo a toda velocidad y son fenómenos complejos), pero afectan fuertemente nuestros cuerpos y nuestros mundos, de modo que hay toda una sed de discusiones al respecto. La obra de Flusser, particularmente, me interesa mucho. Con Eduardo Kac llegamos a compartir una mesa redonda en un evento organizado por una institución de San Pablo el año pasado, y el debate suscitado fue bastante rico e interesante.


—En varias oportunidades usted extrema las correlaciones entre las mutaciones del capitalismo industrial y las nuevas hibridaciones tecnoorgánicas. ¿No corre el riesgo de que su crítica caiga en un tecnorreduccionismo de sentido inverso cuando trata de criticar al tecnodeterminismo imperante?
—Espero que no, ya que mi intención es precisamente opuesta a cualquier reduccionismo. Creo que las relaciones entre las nuevas hibridaciones tecnoorgánicas y el contexto socioeconómico, político y cultural en el cual están ocurriendo son fundamentales para poder comprender sus sentidos. No veo ningún reduccionismo en esa correlación, sino más bien todo lo contrario: una voluntad de abrir el campo de lo pensable, desnaturalizar todas esas novedades que están cristalizándose en nuestro sentido común y suscitar nuevos interrogantes.


—Su obra está atravesada por las indicaciones de Foucault acerca del biopoder. Pero Foucault murió hace un cuarto de siglo y los cambios que estamos viendo en el imaginario y en los agenciamientos tecnomateriales fueron inasibles para él y sus coetáneos. ¿No puede ocurrir que se apliquen categorías válidas para los años 60 y 70 a una realidad mutante y mucho más fluida y rápida que lo que la velocidad de esos conceptos permite apresar?
—No creo que los análisis de Foucault aporten categorías válidas solamente para los años 60 y 70. Al contrario, mi impresión es que algunas de sus herramientas teóricas son de fundamental importancia para comprender lo que está ocurriendo hoy en día, quizás más aún que para entender lo que sucedía algunas décadas atrás. Es el caso del concepto de “biopoder”, un tipo de poder que apunta directamente a la administración de la vida, y que hoy se ha sofisticado hasta el punto de alcanzar el nivel molecular (para alterar sus características con fines explícitos y utilitarios). Es algo que suele ocurrir con los grandes pensadores de todos los tiempos, no sólo con Foucault sino también con otros autores de la talla de Shakespeare, Nietzsche, Montaigne, Baudelaire, Platón o Borges, por citar sólo algunos: no importa cuánto tiempo hace que han muerto, pues sus obras continúan vivas y son capaces de iluminar asuntos que durante sus vidas habrían sido impensables.
En toda una serie de libros, artículos y conferencias, Michel Foucault se dedicó a analizar los mecanismos disciplinarios y las biopolíticas que articularon a las sociedades industriales, subrayando semejanzas y diferencias con respecto a las sociedades premodernas. Aunque al final de su vida llegó a constatar cierta crisis de ese modelo industrial y moderno, no se propuso examinar en forma exhaustiva los cambios más recientes, muchos de los cuales fueron posteriores a su muerte (ocurrida en 1984).
Sin embargo y para nuestra fortuna, su colega Gilles Deleuze aceptó el desafío y redactó su “Posdata sobre las sociedades de control” en 1990 (poco antes de su propio fallecimiento), como una especie de anexo actualizado para una genealogía del poder tan sagazmente delineada. La primera constatación de Deleuze en ese breve y fértil ensayo es tan perturbadora como irrefutable: las redes de poder fueron adensando su trama en los últimos tiempos, delatando una intensificación y sofisticación de los dispositivos desarrollados en las sociedades industriales. Ahora, pulverizadas en redes flexibles y fluctuantes, las relaciones de poder están irrigadas por las innovaciones tecnocientíficas, y tienden a envolver todo el cuerpo social sin dejar prácticamente nada fuera de control. Para comprobarlo, basta observar las fáusticas ambiciones de la biología molecular en nuestra sociedad, y también la omnipresencia de los dispositivos teleinformáticos con su “imperativo de la conexión” permanente.
Mi análisis del cuadro contemporáneo retoma tanto las herramientas teóricas y los análisis de Foucault como la puerta abierta por Deleuze para profundizar la comprensión de este nuevo régimen que se está configurando entre nosotros.


—Podemos coincidir en que un neognosticismo emerge allí donde la velocidad de la luz y sus prodigios se convierten en aparatos de consumo masivo. También que el olvido de la carne, promesa de algún neoplatonismo avant la lettre, circula demasiado facilistamente por los laboratorios del tecnodelirio (
Kurzweill, Moravec). Aun así, la idea de una postevolución parecería dolerle más al narcisismo herido de los críticos humanistas (como bien anticipó Bruce Maszlisch en su tesis de la cuarta discontinuidad hace ya más de 30 años) que al común de los mortales

—Depende de a qué nos refiramos con “el común de los mortales”, pero a juzgar por el interés suscitado por estos asuntos en un público completamente diversificado, yo diría que es un tema que despierta perplejidades, que preocupa mucho y que exige ser pensado con urgencia (y con inteligencia). Yo puedo testimoniar ese enorme interés por parte de los “mortales” más variopintos, a partir de la cantidad de debates, entrevistas, conferencias, artículos y simposios a los que me han convocado desde la publicación original de este libro en portugués –ocurrida a mediados de 2002– y que sigue propagándose y multiplicándose hasta hoy en día. No creo que se trate de meros “narcisismos heridos” sino de la necesidad de ejercer el pensamiento crítico sobre algo que nos toca muy de cerca, y que está afectando la mismísima definición de lo que somos y lo que queremos ser.


—Llama la atención en su obra la ausencia total de los planteos de Bruno Latour, que obviamente van en una dirección totalmente distinta de su crítica de lo postorgánico, por cuanto Latour insiste en una fusión cada vez más interesada e inteligente entre máquinas y organismos. ¿Esa ausencia es deliberada?
—Deliberadamente, son pocos los autores que menciono y cito en el libro. Mi intención era escribir un ensayo capaz de estimular la formulación de nuevas preguntas, mucho más que ofrecer respuestas o “soluciones”. Y mucho más también que registrar un catálogo completo de los pensadores fundamentales del área (que afortunadamente ya son unos cuantos), mi ambición fue desplegar una voz más para enriquecer el debate. En ese sentido, los planteos de Bruno Latour son tan bienvenidos como los de Peter Sloterdijk o los de cualquier otro autor que se haya embarcado en la aventura de pensar sobre estos temas. El hecho de que no todos estén mencionados en mi libro no significa que no conformen un sustrato que nos ayuda a abrir el campo de lo pensable y formular nuevas cuestiones.
Con respecto al tipo de fusión que hoy estaría ocurriendo entre las máquinas y los organismos, mi pregunta fundamental apunta al sentido de este nuevo proceso de “digitalización” del mundo, de la vida, la naturaleza y el hombre, que se yuxtapone y va desplazando gradualmente al antiguo proceso de “mecanización” vigente durante la epopeya industrial. Si esa pregunta que flota en las entrelíneas de mi ensayo llega a ser reformulada por el lector, entonces considero que la misión está cumplida.


—También nos llamó la atención la poca presencia de Peter Sloterdijk –probablemente el filósofo contemporáneo que mejor ha pensado la muerte de la trascendencia como valor crítico y la necesidad de inventarnos una inmanencia reflexiva como horizonte de la reinvención del pensamiento, junto a Scott Lash–, quien sólo aparece en las conclusiones con una obra menor y controvertible. Usted insiste en que la denuncia de Sloterdijk de la histeria antitecnológica debe ser tenida en cuenta, y sin embargo mucha parte de su obra parecería estar entretejidas con la misma.
—Los textos de Sloterdijk no aparecen sólo en las conclusiones de mi libro, sino que lo atraviesan y lo nutren en varios momentos. Incluso es uno de los autores más profusamente citados en los capítulos 4 y 5. De todas maneras, insisto: más allá de mencionar o no a determinado autor, creo que lo que importa en este tipo de trabajos son las ideas (que probablemente no tengan dueños, o cuya paternidad suele ser múltiple y difusa).
En ese sentido, el concepto de “histeria antitecnológica” que menciono hacia el final del libro ha sido productivo, al menos en mi caso, como una advertencia: una defensa del pensamiento crítico y una voluntad explícita de mantenerme alejada tanto de los rechazos como de las celebraciones impensadas. Me refiero a aquellas aproximaciones a estos fenómenos que, en vez de recurrir al pensamiento, impugnan o bien abrazan todas estas novedades de una manera acrítica, recurriendo a argumentos moralistas, religiosos o meramente “histéricos”. En ese sentido, creo que la “histeria antitecnológica” es muy parecida a la “histeria pro-tecnológica”, y ambas son igualmente estériles. Por eso, su impresión de que buena parte de mi obra estaría entretejida con ella es, para mí, una terrible noticia. Sin duda, la histeria no es una buena consejera...
Por tal motivo, preferiría convocar otros fantasmas y alinearme en la “filosofía de la sospecha” que proponía Nietzsche: la saludable tarea de desconfiar de todo (incluso, por qué no, de la eventual histeria de que se nos podría llegar a acusar). Como decía Foucault, parafraseando a su maestro: la verdad es “una especie de error” que tiene a su favor el hecho de no poder ser refutada “porque la larga cocción de la historia la ha vuelto inalterable”. A su vez, Gilles Deleuze decía que cada época tiene las verdades que se merece, y que corresponde a los jóvenes la tarea de descubrir “para qué se los usa”. Retomando los ecos de una pregunta anterior, entonces, y para finalizar, yo diría que el pensamiento de todos estos autores continúa vivo porque ellos incitan al cuestionamiento permanente y estimulan las bellas artes de la sospecha: las verdades deben ser siempre desafiadas, cuestionadas, recreadas y reinventadas. Esta tarea incumbe tanto a la filosofía como a las ciencias y a las artes; de modo que no hay lugar, aquí, ni para la histeria antitecnológica ni para la imbecilidad protecnológica. Solamente de esa manera será posible vislumbrar que no hay nada de “inevitable”, de “natural” ni de “dado” en el mundo que nos rodea, y que por eso mismo es necesario asumir la tarea creativa (y eminentemente política) de definir lo que somos y lo que queremos ser.
Fecha: Diciembre de 2005